La guerra es muy perra

Uno de los aspectos más asombrosos de la naturaleza humana es su capacidad para adaptarse a cualquier circunstancia, por extraña o dolorosa que sea. En la madrugada del día 17, los aliados habían lanzado sobre Bagdad el ataque aéreo más impresionante de la Historia, y a nosotros lo único que nos preocupaba seriamente era la posibilidad de que la onda expansiva de las bombas hiciera saltar las cristaleras del vestbúlo y nos desfigurara para siempre. La noche del 18 la pasé tumbado tranquilamente en la cama de mi habitación, en la novena planta del hotel Rachid y; por extraño que parezca, logré conciliar el sueño, a pesar de que hubo por lo menos tres impresionantes «raids»: De vez en cuando me despertaba, encendía la radio, echaba un vistazo por la ventana y me volvía a acostar. Desde el ventanal, el espectáculo era fascinante. La ciudad amaneció vacía y silenciosa. En el hotel Rachid, donde apenas quedábamos una treintena de periodistas, no había agua corriente, ni electricidad y se habían evaporado los empleados iraquíes.



Los únicos que seguían al pie del cañón eran los «gorilas» de seguridad, que deambulaban por los pasillos con el fusil kalashnikov en ristre. Al principio, se dedicaban a dar batidas por la recepción y los pasillos, empujando a todo el mundo hacia el refugio. Una vez dentro, podían pasar horas antes de que dejaran salir a nadie, a pesar de que más de un periodista llegó a implorar que le dejaran subir, alegando claustrofobia aguda. El 18 de enero los «gorilas» comenzaron a dejarse llevar por el miedo y su natural tendencia a la molicie y, en cuanto comenzaban a pitar las sirenas, salían al trote hacia el descansillo de la escalera del búnker, olvidándose de nosotros. Después de desayunar, aprovechando la confusión y que Sadún Al-Janabi y los funcionarios del Ministerio de Información estaban demasiado ocupados transportando a sus familias hasta el seguro refugio del hotel, salí en un taxi a dar una vuelta por la ciudad. A esas alturas, la desorganización y la sorpresa eran tales que nadie se preocupaba realmente de lo que hacíamos los periodistas. Durante la «tourné» aproveché para comprar latas de conserva, chocolate : y galletas en una pequeña tienda, la única que estaba abierta en toda la zona. Aunque una de las reglas de oro del corresponsal de guerra es conservar intacta una respetable cantidad de dólares en efectivo, por si es necesario sobornar a un funcionario, pagar un taxi a precio de oro o salir corriendo, me dediqué a llenar bolsas como si fuera un ama de casa en época de rebajas. En aquellos momentos, ocultos dentro del cinturón, tras una cremallera, tenía todavía 3.000 dólares.

Cada noche de hotel, que naturalmente se pagaba en divisas, costaba 175 dólares. Había calculado que la guerra duraría como máximo dos semanas, una de bombardeos aéreos y otra de ofensiva terrestre. Si administraba bien las conservas; utilizaba dinares cambiados en el mercado negro para liquidar las cuentas del restaurante y la guerra no duraba más de quince días, podría sobrevivir con apreturas. Lo que no sospechaba entonces era que la guerra duraría 43 días y que un viaje en taxi hasta una ciudad como Basora llegaría a costarme tan caro como un pasaje de París a Nueva York en primera clase del Concorde. Fiel a las instruciones que le había dado Naji Hadizi, Sadún Al-Janabi se dedicaba a leer cuidadosamente cada uno de los textos y en el momento de la transmisión se colocaba detrás del periodista, con la oreja pegada a su espalda. Si escuchaba algo «fuera de programa» suspendía la comunicación. Tras pretender infructuosamente que yo dictara la nota en inglés, me asignó como «censor» a Fares, un enanito rechoncho y panzudo, que estuvo en España dos años preparándose para ser intérprete en la Cumbre de Países No Alineados que iba a celebrarse en Bagdad en 1982. Los ataques aéreos, especialmente intensos al sur de la ciudad, donde estaban la refinería de Dora y los grandes acantonamientos militares, no cesaron en toda la jornada.

A las cuatro y media de la tarde irrumpieron en el jardín Fares, Sadún y varios funcionarios del Ministerio, alguno de ellos vestido con el uniforme verde del Partido Baaz. «¡Rápido, rápido! ¡Desconecten las pantallas! El ministro espera a todos los periodistas extranjeros», aullaban al unísono Sadún y los suyos, con esa angustiosa premura que mueve a los funcionarios iraquíes cuando se trata de agradar a sus jefes. A toda prisa nos metieron en un minibús y salimos hacia el Ministerio de Información. El edificio seguía intacto y con todas sus ametralladoras en la azotea, pero estaba completamente vacío, en, penumbra y extrañamente silencioso. En aquel momento lo desconocía, pero el cubano Antonio Díaz me confesaría un par de semanas más tarde que todos los funcionarios iraquíes desaparecieron de la circulación en cuanto sonó el primer tiro. De los italianos sólo quedaban Fabricio del Noce, el reportero de la RAI, sus dos ayudantes, y Stefano Chiarini, el periodista de Il Manifesto. De los británicos seguían el famoso John Simpson, el radiofónico Bob Simpson, Richard Beenston, el rubio corresponsal de The Times, Marie Colvin, la corresponsal norteamericana de The Sunday Times que tan buenas relaciones tenía en medios palestinos, los cuatro hombres de la ITN y poco más. Había un belga, cinco franceses y dos alemanes.

Los norteamericanos, con la excepción de los de la CNN y de Don Kirk, un tipo alto y grandón que trabajaba para el USA Today, brillaban por su ausencia. El ministro apareció de repente, con cara de agotamiento, se colocó bajo un foco de emergencia en pleno pasillo y comenzó diciendo que la guerra sería larga y se decidiría a su favor. «Las computadoras se han equivocado con Irak. Estamos confiados en la victoria», repitió como un autómata un par de veces. Sobre el uniforme del Baaz llevaba un grueso abrigo de paño y hablaba despacio, para que Naji Hadizi, el maquiavélico director general, tuviera tiempo de traducir al inglés. A pesar de que estábamos muy pocos, el círculo de periodistas era muy compacto y se cerraba por el deseo de hacer preguntas: «¿Van a atacar a Israel?» En los noticieros de radio de la mañana algunos analistas destacaban la falta de respuesta iraquí contra Israel y concluían que las rampas de misiles Scud emplazadas por Sadam Husein al oeste del país habían sido destruidas por la aviación aliada. Era completamente falso, pero en ese momento no lo sabíamos. Latif juró que iban a emplear todos los medios a su alcance, afirmó que tenían pilotos enemigos prisioneros y; a continuación, salió como alma que lleva el diablo hacia su Mercedes Benz.

Apenas llegado al hotel, corrí a ponerme de nuevo en la cola de la parabólica de la BBC. A las 19:30 dicté mi nota pausadamente, casi deletreando; para facilitar las cosas a las secretarias en Madrid; y rezando en silencio para que los británicos cumplieran su palabra y no dejaran la cinta durmiendo eternamente el sueño de los justos en un despacho londinense. Justo en el momento en que acababa la transmisión sonó de nuevo la alarma. Aprovechando que Fares huía como un conejo hacia el refugio, lo mismo que los funcionarios que controlaban los telefonos de la ITN y el de los franceses de La Cinq, John Simpson, con un aplomo pasmoso, cogió el aparato por el que yo acababa de hablar, pidió al tipo que estaba en «tráfico» en Londres que le pasara a un estudio y se dedicó a contar en directo todo tipo de detalles. Cuando reapareció Sadún con cara de pocos amigos y gesto contrariado, ya era demasiado tarde.

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